miércoles, 3 de enero de 2007

EL PODER DE LAS MASCARAS









Es obvio que hay máscaras y máscaras. Hay algo muy noble, muy misterioso, muy extraordinario que es la máscara, y algo desagradable, algo realmente sórdido, nauseabundo ( y muy común en el arte teatral de Occidente) a lo que también se da el nombre de máscara. Ambas son similares porque son cosas que uno se pone en la cara, pero a la vez son tan opuestas como la salud y la enfermedad. Hay una máscara que es dadora de vida, que afecta a quien la lleva y a quien la observa de manera muy positiva; y hay otra cosa que puede cubrir la cara de un ser humano distorsionado, desviado, para hacerlo aun más distorsionado, dando la impresión al observador también distorsionado de una realidad aun más distorsionada que aquella que contempla ordinariamente. Ambas llevan el mismo nombre de "máscara" y al observador casual le parecen muy similares. Ya se ha convertido en un clisé casi universalmente aceptado decir que todos llevamos máscaras, todo el tiempo. Pero a partir del momento en que uno acepta eso como cierto, y empieza a hacerse preguntas al respecto, comprende que la expresión facial habitual, o bien oculta que no corresponde con lo que sucede realmente en la interioridad de la persona (de manera que, en ese sentido, es una máscara), o en una versión adornada: revela el proceso interior de una manera más halagadora o atractiva; o sea que da una versión mentirosa. El débil "pone cara" de fuerte, y viceversa. Nuestra expresión cotidiana es una máscara en el sentido de que es encubrimiento o mentira; no está en armonía con el movimiento interior. De manera que, si nuestra cara funciona tan bien como máscara, ¿cuál es el objeto de ponemos otra cara?
Pero, de hecho, si uno considera estas dos categorías, la máscara horrible y la máscara benigna, puede ver que funcionan de una manera radicalmente opuesta. La máscara horrible es la que más habitualmente se utiliza en el teatro occidental. Lo que sucede en este caso es que a un individuo, habitualmente al diseñador escénico, al escenógrafo o al vestuarista incluso, se le pide que diseñe una máscara. Y el trabajará a partir de un único elemento, su propia fantasía subjetiva. ¿Qué otra cosa podría hacer? De manera que hay alguien que se sienta al tablero de dibujo y extrae de su propio subconsciente una de sus millones de máscaras mentirosas, sentimentales o distorsionadas, que después llevará puesta otra persona. Y allí se produce algo que de algún modo es peor que la propia mentira: uno miente a través de la imagen exterior de la mentira de otro. Sin embargo, y lo que es peor aun, es que, dado que la mentira del otro no proviene de la superficie sino del subconsciente, es básicamente más siniestra, porque uno está mintiendo a través de la vida de fantasía del otro. Y es en este sentido que casi todas las máscaras que uno ve, en el ballet y demás, tienen algo mórbido; es algún aspecto del subconciente subjetivo que está congelado. Por eso uno tiene esa impresión habitual de algo inanimado, que es básicamente parte de esa área secreta, oculta, de nuestros fracasos y frustraciones personales. Ahora bien; la máscara tradicional opera de un modo exactamente opuesto. La máscara tradicional, en esencia, no es de ninguna manera una "máscara", porque es una imagen de la naturaleza esencial. En otras palabras, la máscara tradicional es el retrato de un hombre sin máscara.
Por ejemplo, las máscaras balinesas que empleamos en La Conferencia de los pájaros son máscaras realistas en el sentido de que, a diferencia de lo que ocurre con las máscaras africanas, sus facciones están distorsionadas. Son completamente naturalistas. Lo que uno puede ver es que la persona que las ha diseñado, exactamente igual que aquellos que han esculpido las cabezas de Bunkaru, tiene detrás siglos y siglos de tradiciones, en cuyo transcurso los tipos humanos han sido observados con tanta precisión que resulta evidente que, si el artista encargado de reproducirlos, generación tras generación, hubiera desviado un milímetro a la izquierda o a la derecha, ya no hubiera reproducido ese tipo esencial sino un valor personal. Pero si fue capaz de ser fiel, absolutamente fiel, al conocimiento tradicional - que podría definirse como una clasificación psicológica tradicional del hombre, el conocimiento absoluto de los tipos esenciales- surge claramente que lo que se llama máscara debería ser llamado antimáscara.

La máscara tradicional es el retrato veraz, el retrato del alma, la fotografía de lo que no suele verse, salvo en aquellos seres humanos verdaderamente desarrollados: un envoltorio, una carcaza exterior que es un completo y sensitivo reflejo de la vida interior. Como consecuencia de esto, en una máscara que se ha tallado bajo este concepto, ya sea una cabeza Bunkaru o una máscara realista balinesa, la primera característica es que no hay nada de mórbido en ella. No da la impresión, incluso cuando se la ve colgada de la pared, de ser una cabeza reducida; no hay impresión de muerte. No es una máscara de muerte. Por el contrario, estas máscaras, aunque no se mueven, parecen respirar vida. Siempre que el actor siga determinados pasos, desde el momento en que se coloque esta máscara estará vivo en infinidad de niveles, de sentidos. Una máscara de este tipo tiene una extraordinaria cualidad: apenas cubre una cabeza humana, si el ser humano que la lleva es sensible a su significado, adquirirá una enorme capacidad expresiva, una variedad de expresiones absolutamente inagotable.

Nosotros descubrimos esto en pleno ensayo con dichas máscaras. Cuando la máscara cuelga de la pared, cualquiera podría -con ligereza- ponerle adjetivos, diciendo: "Ah, aquí tenemos al orgulloso". Pero si se calza la máscara, ya no podrá decir nunca más "aquí tenemos al orgulloso", porque habrá adquirido la apariencia de la humildad, de la humildad que se transforma delicadamente en dulzura, en gentileza; esos ojos bien abiertos y atentos pueden expresar agresividad o temor. Hay un perpetuo cambio; permanente, infinito; pero dentro de la pureza y la intensidad del hombre sin máscara, cuya más profunda naturaleza interior está continuamente revelándose, mientras la naturaleza interior del hombre enmascarado está continuamente ocultándose. De manera que, en ese sentido, creo que la primera paradoja básica es que la verdadera máscara es la expresión de alguien sin máscara.

Hablaré de mi experiencia con las máscaras balinesas, pero también debo retrotraerme a un poco antes que eso. Uno de los primeros y más apabullantes ejercicios que uno puede ejecutar con los actores, y que es practicado en infinidad de escuelas de teatro donde se utilizan las máscaras, es ponerle a alguien una máscara lisa, blanca, neutra, sin facciones. Cuando uno le quita la cara a alguien, de esta manera, se produce una impresión realmente electrizante: de repente uno se sorprende dándose cuenta de que eso con lo que uno vive, y que uno sabe que está todo el tiempo transmitiendo, comunicando, ya no existe más. Y se genera la más extraordinaria sensación de liberación.
Este es uno de esos grandes ejercicios que, al ser practicados por primera vez, nos acercan bastante a eso que se llama el momento supremo: verse a uno mismo de repente, inmediatamente, liberado durante un cierto tiempo de la propia subjetividad. Y el despertar de la alteridad corporal es el fenómeno inmediatamente contiguo, e irresistible; de manera que si uno quiere que un actor sea consciente de su cuerpo, en lugar de explicárselo diciéndole: "Tienes un cuerpo y tienes que darte cuenta de ello", bastará con que le coloque sobre la cara un pedazo de papel en blanco, para pedirle enseguida: "Mira a tu alrededor". El actor no podrá evitar ser inmediatamente consciente de todo aquello que normalmente olvida, porque toda su atención ha sido liberada del gran imán.

Volvamos ahora a las máscaras balinesas. Cuando llegaron, el actor balinés que actuaba con nuestro grupo las extendió frente a nosotros. Como chicos, los actores se abalanzaron sobre ellas; se las probaban, reían con fuerza, se observaban, se miraban al espejo, jugaban como los chicos cuando alguien les abre el baúl de la ropa vieja. Yo observaba al actor balinés. Estaba atónito, parado allí, inmóvil, casi horrorizado, porque para él esas máscaras eran sagradas. Me miró con aire de súplica, y yo de inmediato, enérgicamente, hice que todo ese barullo se interrumpiera, y me limité, en pocas palabras, a recordarle a todos que no se trataba precisamente de regalos de Navidad. Y debido a que nuestro grupo había trabajado ya durante mucho tiempo bajo las formas más diversas, ese respeto potencial frente a cualquier material también surgió allí; es que, dadas nuestras inveteradas costumbres occidentales, uno se olvida. Todos estaban demasiado sobreexcitados, exageradamente entusiasmados pero, ante la más mínima apelación, volvieron de inmediato a recuperar su equilibrio. Pero lo que sí había quedado claro era que, en cuestión de minutos apenas, las máscaras se habían visto completamente desacralizadas; porque las máscaras juegan el juego que uno quiera, y lo interesante fue que, antes de que yo los detuviera, cuando todos jugaban y se divertían con ellas, las mismas máscaras no parecían tener mayor jerarquía que un regalo de Navidad, porque ése era el nivel de calidad que se estaba invirtiendo en ellas. Una máscara es una calle de doble mano: emite un mensaje de ida, y proyecta otro mensaje de vuelta; opera según la ley de ecos. Si la cámara de eco es perfecta, el sonido que ingresa y el sonido que egresa son reflejos; hay una relación perfecta entre la cámara de eco y el sonido. Pero si no sucede así, todo resulta como en un espejo deformante. En este caso, si el actor devuelve una respuesta deformada, distorsionada, la máscara misma adoptará un rostro deformado. Apenas volvieron a empezar, encarándolas con más tranquilidad, silencio y respeto, las máscaras parecieron diferentes, y quienes las levaban puestas se sintieron diferentes.
La enorme magia de la máscara, que todo actor recibe de ella, reside en que el actor nunca puede saber cómo luce con ella; no puede saber cuál es la impresión que causa; y sin embargo, sabe. Yo mismo me he puesto máscaras muchísimas veces, cuando trabajamos con ellas, porque deseaba experimentar directamente esa extraordinaria impresión. Uno ejecuta determinadas cosas, y la gente después le dice: "¡Fue algo extraordinario!". Y uno no sabe; se ha limitado a ponérsela, a utilizarla, a hacer determinados movimientos, y nunca sabe si hay o no alguna relación, pero comprende que no debe tratar de imponer nada. Uno de algún modo sabe y no sabe, en un nivel racional; pero la sensitividad hacia la máscara, con la máscara, existe también de otra manera, es algo que crece y se desarrolla.

Una de las técnicas que emplean en Bali, y que es muy interesante,
consiste en que el actor balinés comienza por observar la máscara, teniéndola en sus manos, frente a sí. La contempla durante un largo rato, hasta que él y la máscara comienzan a convertirse en un mutuo reflejo; una es el reflejo del otro, y viceversa; él comienza a sentir la máscara como parte de su propia cara, pero no como la totalidad de su cara, porque al mismo tiempo él está yendo en busca de su propia vida independiente. Gradualmente, el actor comienza a mover las manos de manera tal que la máscara cobra vida, y sigue observándola, como si produjera con ella una empatía. Y entonces suele ocurrir algo que ninguno de nuestros actores, ninguno de ellos, puede ni siquiera intentar (y que incluso es sumamente difícil que ocurra con un actor balinés) y es que la respiración del actor comienza a modificarse; el actor comienza a respirar distinto con cada máscara diferente. En cierto sentido, es obvio que cada máscara representa un determinado tipo de persona, con un determinado cuerpo, un determinado tiempo y un determinado ritmo interior y, por lo tanto, con una respiración determinada. A medida que el actor comienza a sentir esto, y sus manos comienzan a adquirir la correspondiente tensión, la respiración sigue cambiando hasta que un cierto peso de la respiración comienza a invadir todo el cuerpo del actor; y cuando ese proceso culmina, el actor está listo.

ll. (...) la máscara es una inmovilización aparente de elementos que en la naturaleza están en movimiento. Es algo muy curioso; en ello reside todo el gran tema de la vida y la muerte de la máscara. Una máscara es como el fotograma de un film que muestra un caballo corriendo. Fija, en forma aparentemente estática algo que, en realidad, visto correctamente, es la expresión de algo en movimiento. Así, el amor maternal se muestra a través de una expresión estática; pero el equivalente en la vida real es una acción, no una expresión. Para volver al icono: si quisiéramos mostrar a una mujer real con el equivalente de lo que el icono está reflejando, sería a través de las acciones extendidas en determinado período temporal que podríamos hallar tal equivalencia. Serían, entonces, determinadas actitudes, movimientos, relaciones, inscriptos en un determinado tiempo; de manera que, en la vida, el amor maternal no es una instantánea sino una acción, una serie de acciones en el tiempo, con una duración. Y hay una aparente negación del tiempo cuando se comprime eso en una forma aparentemente congelada; en una máscara, en una pintura, en una estatua. Pero la gloria de ello, cuando se verifica en determinado nivel de calidad, es que la inmovilidad, lo congelado, no es nada más que una ilusión, que desaparece en el momento mismo en que la máscara es colocada sobre algún rostro humano, porque uno descubre entonces esa característica tan curiosa, ese movimiento continuo que contiene dentro de ella.

Hay ciertas estatuas egipcias que muestran a un rey avanzando, dando un paso adelante, y uno ve de verdad el movimiento. A la vez, uno ha visto millones de intentos de lograr lo mismo en todas las plazas del mundo, en todas las estatuas de próceres que avanzan dando un paso adelante, y que sin embargo están absolutamente paralizadas. ¡Jamás podrán mover el otro pie!

Pero hay un ejemplo que es el más grande de todos - y Dios se apiade de aquel actor que intente utilizarlo en el teatro-, y es el de las grandes estatuas del Buda, esos enormes budas de piedra de las cuevas de Ajanta y Ellora, en la India.

Hay una cabeza que es una cabeza humana, porque tiene ojos, nariz y boca, y mejillas; porque se asienta en un cuello, tiene todas las características de una máscara, no está hecha de carne sino de otro material, no tiene vida, está inmóvil. Por otro lado, ¿oculta su naturaleza interior? No. En absoluto. Es la expresión más alta que uno ha conocido jamás de la naturaleza interior. ¿Es naturalista? No exactamente, porque no conocemos a nadie que se parezca en algo al Buda. ¿Es una invención fantástica? No. Ni siquiera se podría decir que es una visión idealizada, y sin embargo no se parece en nada a ningún ser humano que uno conozca. Es un potencial; un ser humano absoluta y totalmente pleno, verdaderamente realizado.

Allí, la máscara está en reposo, pero no es como el rostro de un muerto; por el contrario, es el reposo de algo dentro de lo cual la corriente de la vida circula incesantemente, a lo largo de miles y miles de años. Y es evidente que si tomáramos a uno de esos Buda, le cortáramos la cabeza, la vaciáramos dejándola hueca, la convirtiéramos en una máscara, y se la colocáramos a un actor, podría suceder que el actor tuviera que sacársela de inmediato - ante la incapacidad de soportarla sobre sí- o que lograra elevarse a la altura de ella. Así podría obtener la medida absolutamente exacta de su potencial capacidad de comprensión. Todo individuo, aun con la ayuda de una máscara, no puede ir más allá de lo que puede, y un joven acólito que lleve la máscara expresará algo totalmente diferente a lo que podrá expresar el gran maestro. De modo que la persona tendrá que sacarse la máscara o la persona tendrá que elevarse de acuerdo, exactamente, científicamente, con lo que esa persona posea, con lo que traiga. Esto es bastante similar a lo que entre los Yorubas se llama posesión. De acuerdo a su tradición, hay que elevarse para hallar lo que habita en uno, y ¡sirve a Dios en la medida exacta de lo que uno conscientemente puede brindarle. De manera que un iniciado habitado por determinado dios habrá de bailar de un modo diferente, habrá de expresar algo totalmente distinto a aquello que exprese el maestro. Exactamente la misma relación se plantea con la máscara.

La máscara libera a la persona despojándola de sus formas habituales.

Peter Brook

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