lunes, 22 de marzo de 2010

EL HOMBRE QUE SE CREÍA DIOS

Ella iba sentada en la ultima silla del bus, la más larga, cinco de los lugares estaban ocupados por ella y sus cuatro amigas, sobraba un lugar más, el de la ventana, ocupado por una desconocida.

Ella y sus cuatro amigas estaban eufóricas, hablando, de vez en cuando gritando y riéndose histéricas al enterarse de los últimos chismes de la oficina. Ella sobre todo era la que más ruido hacía, y se notaba mucho, pues su acento era distinto al de las demás, y no sólo su acento, también su color de piel, su físico. Era muy evidente que ella era extranjera.

La persona que iba sentada en la silla que estaba pegada a la ventana se levantó para bajarse y ella tuvo que levantarse también para permitirle el paso a la desconocida y se quedó de pie, esperando que un hombre de cabello blanco (aunque de apariencia bastante joven), que tenía ganas de sentarse, pasara al lugar recién desocupado. Pero el hombre se sentó en el lugar que ella venía ocupando y dejó vacío el lugar de la ventanilla.

Ella: señor, ruédese por favor para que me de mi lugar
El: ¿Querés pasar? ¡Pasá!
Ella: no señor, el lugar que se desocupó fue aquel, usted está sentado en mi silla.
El: no veo que esta silla esté marcada con tu nombre
Ella: no, pero yo venía sentada ahí, hablando con mis amigas y quiero seguir sentada ahí
El: pues yo no me voy a rodar. Si es así, prefiero viajar de pie (¡Y se levantó!)
Ella: (sentándose) Pues señor si usted quiere viajar de pie, es problema suyo, porque la silla de al lado está vacía.
El: Yo no sé de dónde venís vos, pero acá en este país las canas se respetan.
Ella: ¿y que falta de respeto estoy cometiendo señor?
El: ¿Cómo cuál? Soy yo quien debería ir sentado y no vos.
Ella: ¿Y por qué? Acaso ¿Qué diferencia hay entre los dos? Además yo vengo del mismo lugar que usted, todos venimos del mismo lugar sino dígame ¿De donde viene usted?
El: (Apuntando con un dedo hacia arriba) yo vengo del cielo
Ella: ¡Ah bueno! Lo felicito señor, si usted se cree Dios.



Las amigas de ella miraban atónitas la discusión. No le creyeron cuando en ocasiones anteriores había contado otras anécdotas donde también había discriminación hacia ella o hacia alguien más, por personas que como este pobre hombre, también se creen como Dios.